Son las cinco de la mañana.
Suspira.
Da la enésima vuelta en la cama. Se sienta, apoyando los pies en el parquet; se vuelve a tumbar. Da una patada a las sábanas, se ahoga al respirar el pelo del lomo de Roald, que duerme al lado de su cabeza.
-Porco Dio!
Se vuelve a sentar. Le martillean las sienes; tiene pinchazos detrás de los ojos.
Quizá ha bebido demasiado, después de todo.
Controla la hora que es, la poca luz de la pantalla del móvil le hace maldecir durante veinte segundos más.
Las cinco y diez.
Menos de tres horas para abrir la biblioteca.
Seis horas para hablar con ella.
Se pone en pie, va a la cocina.
No es la más grande del mundo, pero a él le gusta. Una cocina pequeña, lo justo para su pequeño piso individual. Con sus múltiples armarios para las especias y las sartenes; la nevera y el frigorífico camuflados entre los muebles; la vitrocerámica siempre reluciente.
La montaña de platos que ayer olvidó fregar.
La comida de gato en el piso, el mantel a rayas en que sus amigos escriben cada vez que vienen a visitarle. Le encanta ver graffitis y firmas en el hule.
Suspira otra vez. ¿Dónde ha dejado las pastillas? Se muere por un ibuprofeno. Literalmente. Ah, el armario bajo la tele.
Abre la nevera, busca la botella de agua que alguna vez tuvo.
Holland; Beck's; Hofmark; Paulaner; Hoegaarden; Judas; Carlsberg; Alhambra; Ámbar Export; Budweiser; Heineken; Kilkenny; Red Ale; Moretti; Peroni; Ichnusa; Duff; Lech. Pero nada de agua.
-Dio ca...
Coge un vaso, lo llena de agua del grifo. No más cerveza por hoy.
Traga con rapidez el ibuprofeno, y se va hacia el sofá. No sabe si conseguirá dormir esa noche.
Se tira en el sofá, los pies sobre la pequeña mesa cubierta de revistas, libros, dibujos, discos; ceniceros con un par de colillas.
Mueve los dedos de los pies, divertido. ¿Dónde ha dejado la pitillera? ¿Y el grinder?
Ah, entre los cojines.
Desmenuza con cuidado la maria, preparando papel y cartón para el filtro. El mechero. El mechero. ¿Dónde ha metido el mechero? Dentro de la pitillera hay uno. Menos mal.
La gloria.
La primera bocanada de hierba le hace cerrar los ojos, respirar con fuerza. Se relaja. Casi ni se da cuenta que en el reloj de la cocina son ya las seis.
O que Roald ha entrado en la sala y se ha acomodado en su regazo. No nota el pelaje contra su estómago, pero el ronroneo grave y acompasado le hace compañía al dar la última calada. El último tiro.
Son las seis y media.
Fuera ya hay sol.
Ciro está dormido.
Sueña que está en su biblioteca, y que Rake, la camarera más simpática del mundo, viene a pedirle ayuda con un libro. Y luego van a la cafetería, a desayunar juntos, y aparece la chica que no sabe sonreír, y Santi hace de las suyas mientras Jam se ríe y el Roto toca una guitarra cantando sobre robots que se enamoran y deben destruirse por las leyes de la robótica. Y luego, sueña que lleva a Rake a su casa, y que Roald le hace carantoñas y ella le acaricia y luego le acaricia a él. Pero tiene un septum y el pelo oscuro, y está en la libreria, escondida tras una montaña de libros que la separan del mundo; y sólo él tiene la llave para sacarla de allí.
Se despierta sobresaltado.
Las ocho menos cuarto.
Porco Dio, no le da tiempo. Y aún tiene que ducharse, y lavar los platos, y planchar una camisa, y darle de comer al gato.
Y prepararse mentalmente para el primer día de ser el mejor amigo del mundo.
Y afrontar la resaca.
Cazzo, puede que abra tarde y todo. Hoy tiene hasta ganas de desayunar en casa.
¿Cómo puede ser eso?
¿Quizá está nervioso porque empieza su proyecto?
¿Nervioso, él? ¿Por ayudar a alguien?
Qué tontería.
Acaricia la cabeza suave de Roald, pensativo.
Porque es una tontería.
¿No?
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