El sol sigue oculto, el despertador suena. Vuela un
cojín, certero, y el reloj deja de escucharse. Pero el sueño ya se ha ido, los
músculos poco a poco piden que se ponga en pie; la primera dosis de café –café
fuerte, oscuro, que siempre le envía la mamma.
Bosteza, acaricia el lomo gris de Roald; gato narcisista que se cree tigre, y, como cada mañana;
inicia su rutina.
Termina de lavarse los dientes, se pone los vaqueros
rotos y el chaleco. Acaricia como de pasada los tres pendientes que lleva en la
oreja izquierda y se sonríe al espejo.
-¿Y bien? ¿A quién vas a ayudar hoy?
Las llaves tintinean cuando las saca del bolsillo. La
larga cadena impide que se caigan al suelo. Chasquea la lengua, como todas las
mañanas. Y, también como todas las mañanas, se repite a media voz que tiene que
cambiar la cerradura cuando la llave se atasca.
Abre la puerta, coge aire. Es uno de sus momentos
preferidos del día.
La biblioteca aún no está abierta al público; y en el
aire flota ese olor a libro que le hace perder la cabeza. No sabría, ni después
de tantos años, como definirlo. Quizá la única palabra sea “hogar”.
-Eh, vabbé!
Se pone en marcha. Enciende el ordenador, las luces, el
aire acondicionado. Comprueba que mesas y sillas están en orden; que las
estanterías contienen a todos sus tesoros. Sonríe. Conecta el móvil al
ordenador, prepara los auriculares. Se quita el chaleco, lo deja en la silla;
cuadra los hombros.
Va otra vez hacia la entrada y observa su reflejo en las
puertas de cristal. Antes de que se le olvide, conecta la alarma. Vuelve a mirarse, se saca la lengua.
-Dai, sbrigati! Sono le nove!
Son las nueve de la mañana.
La biblioteca abre.
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¡Abajo la mala ortografía!